Escuchamos la primavera como Karin Leiz probaba el sabor de flores y plantas: atentos al matiz. Nosotros aprendemos conversaciones de pájaros y el soliloquio de un búho acodado en la barra de su noche. Ella tenía el jardín de sus padres en el Putxet –años cuarenta– y la imposibilidad de leer con viento e insectos. Pellizcó y masticó el lentisco «acre y recio», las hojas «opacas» del geranio, el néctar que le sube al jazmín. Descubrió un mundo que después llevó a la mesa y, cerrando un círculo, devolvió a los libros (Las verduras de muchas maneras, Cocinar con hierbas de muchas maneras). Me dijo que fue su madre quien le enseñó a comprar bien la verdura, con una exigencia alemana para la que ella encuentra también precisión: hojas «pimpantes» y no «lacias». Y si nunca dijo «flor» es porque tuvo «rosa», «clavel» y «margarita».
Su historia es más larga, como la cola que conduce su cabellera rubia hasta la cintura. Fue la chica divertida que aún juega en las paredes de la tortillería Flash-Flash de Barcelona. Fue esposa de quien la fotografió, Leopoldo Pomés. Trabajó con él como guionista y directora de arte en publicidad. Y conservó en todo momento cierto sentimiento de incomodidad, un ser distinta plasmado en su libro Animales urbanos. Formó una familia extensa, como la que hubiera deseado para su infancia, y ahora a sus 75 años tan sólo querría escribir algo que le pesa: cómo fue ser extranjero en España durante la Guerra Civil española y cómo fue ser alemán en el extranjero durante la Segunda Guerra Mundial. «Pero me temo que no encontraré el camino», dice sabiendo que volverá a intentarlo.
De cerca 