He paseado unas horas por Santiago de Compostela, rebosante de camelias en árboles cargados de flores como manzanas. Es verdad, la lluvia encera las calles, la piedra mojada le da al aire un olor mineral. En el mercado, a las vendedoras de berzas, grelos y patatas, campesinas que le han arrancado a la tierra la comida, se les ve una piel de fatigas. La humedad ha envuelto su cuerpo y su mirada, la fiereza les viene de a ras de suelo. He escuchado su acento suave y lamentoso, que arrastra un poco el adiós de las palabras.
Un fotógrafo ambulante, un joven de americana de pana y barba que se metía bajo una tela oscura encorvando la espalda, se ha movido muy antiguo, cómodo en el a ciegas. Es donostiarra, trabajó como soldador en una nuclear hasta el 2007. Y cita el año con exactitud, tuvo que ser muy importante. Ahora es feliz. Compró la óptica antigua pero el resto del aparato se lo ha construido él. Visita ciudades, fotografía a la gente mirando al futuro en blanco y negro. Trabaja también en dos proyectos documentales: uno de peregrinos, “desde el punto de vista espiritual”, y otro de vehículos antiguos convertidos en viviendas, como el que él mismo tiene y con el que, unos meses al año, baja al Sur y a Marruecos y al Algarve.