Hace casi seis años me ocurrió algo en una ciudad de Francia. Vi a una mujer avanzando con dificultad por la calle y la acompañé hasta su casa, sin saber nada de ella. Parecía recuperarse de una apoplejía y había salido a caminar sola, sin importarle ningún peligro. Probablemente necesitara el sol y el aire, o quizá fuera su carácter indómito, o alguna clase de desesperación, lo que la hiciera tan valiente. Aquel lento recorrido de apenas una calle fue memorable.
Algo parecido me volvió a pasar hace poco, esta vez en Barcelona. Yo caminaba rápida hacia la estación de tren. Oí primero su voz y luego la vi avanzando hacia mí, con un andador: por favor, ¿podía ayudarla a abrir la puerta de su casa?, le costaba mucho por la artritis de sus manos deformadas. Se la veía sucia, al borde de la indigencia. Su aspecto era de total desvalimiento.
Caminamos un pequeño tramo hasta el portal que me señaló. No me llegaba al hombro, los años parecían haberla doblegado y empequeñecido. Hacía seis meses se había partido las dos piernas, me contó, pero ahora ya podía salir a la calle y valerse hasta cierto punto por sí misma. El problema era manejar las llaves con aquellas manos. La escuchaba hablar, débil y apagada. Sus manos sarmentosas se movían, era verdad, como un manojo de nudos apenas útiles. Le pregunté si quería que sacara las llaves de su bolso. Asintió. A plena luz, a la vista de cualquier transeúnte, introduje mi mano en su pequeño bolso astroso. Encontré las llaves y ella las tomó para, lentamente, conseguir dejar una en alto.
Abrí la cerradura y la ayudé a entrar a la portería con mucho cuidado. Me pidió entonces que le abriera también, si era tan amable, la puerta de su casa. En aquel momento yo ya sabía que iba a perder mi tren. Faltaría más, dije.
Vivía en el tercer piso. Caminamos hasta el ascensor, con pasos lentos, casi arrastrados, mientras me hablaba de sus nietas, que iban a llegar a las cinco. Las hubiera podido esperar para el paseo, dijo, pero había sentido aquel sol primaveral ahí afuera y había querido salir. Simplemente había querido salir y lo había hecho.
Yo sentía curiosidad por ver dónde vivía y al mismo tiempo me sentía extraña, incluso puede que algo temerosa. Di dos vueltas a la llave y empujé la puerta. Del interior del piso me llegó un fuerte olor a medicinas y desinfectantes, el olor de una enfermería. La luz bañaba la cocina que se veía al fondo, y se notaba cierto desorden. Pronto llegarían las nietas, eso estaba bien, pensé, aunque imaginaba que serían apenas unas niñas. Me detuve en el umbral sin franquear la puerta. ¿Estará bien?, le pregunté. Sí, sí, dijo mientras entraba al piso. Y entonces se dio la vuelta. Me tomó la mano y la besó agachando un poco la cabeza. Me pareció que se detuvo un instante en aquel gesto, como poniéndole intención. Gracias, dijo mirándome a los ojos. La vi alejarse por el pasillo, tan frágil y tan decidida, con su vida desconocida para mí. Esperé unos segundos. Al final tuve que cerrar la puerta.
El principio de una novela… me quedé con ganas de más.
Som petits mons. M’ha colpit la història, Yvette. Ets valenta, ens mostres la vida que estimes. Gràcies
Els teus comentaris són un gènere en si mateixos. Gràcies.