La clara Provenza

Llegamos a Maussane a primera hora de la tarde, con la intención de explorar todo eso tan hermoso que habíamos visto insinuado desde el coche. Entramos en un pequeño aparcamiento en los aledaños del pueblo y apagamos el motor. Entonces ocurrió lo extraño: ninguno de los dos hizo ademán de salir. No sabría explicarlo, de pronto no encontramos suficiente decisión para abrir las puertas. Allá afuera nos esperaba la excitación de la belleza, lo nuevo, pero algo nos anclaba y nos detenía en ese lugar anodino, tal vez como el día anterior en Tarascon nos habíamos sentado a comer en la terraza de la brasserie Terminus, en una mesa sucia de polvillo, sobre césped artificial. Experimentamos la misma quietud inesperada. El sol calentaba el coche. Se oían algunos pájaros y el discreto ir y venir de vehículos y de personas, todas distintas. Durante largo tiempo, hasta que el sol empezó a bajar, permanecimos inmóviles. Estábamos ahí, en el aparcamiento de un pueblo, el uno junto al otro bajo el sol de febrero.

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