




Isla de Santa Catarina, Florianópolis (Brasil), 2017. Rumor de Atlántico, cortinas muy blancas, casi de gasa, y un sofá de escay. Salí al balcón sin hacer ruido, de madrugada. Vi el océano, dejándose caer una y otra vez, y la luna, las flores en el negro. Traté de convencerme de que estaba en Brasil. Pero solo estaba ahí.
Algún guardia de seguridad quizá me viera, flameando en la oscuridad, quieta con el camisón inflado.
Por todo el recinto del hotel florecían unos grandes hibiscos amarillos. Y más allá, fuera del orden, la vegetación acechaba el primer descuido.
El mar no cesaba.
«Brasil», pensé, como la cosa más extraña y más real.