Todos duermen y yo no puedo. No aún, no de día ni en un tren. Observo: la mano en el rostro de un hombre apesadumbrado, abierta como un abanico para sus sueños fatigados. Sigo las líneas que dibuja su gesto, como haría un pintor. Imagino su infancia en el corazón de África, tal vez en las Antillas. Observo: el pelo rasurado, el ademán agresivo, la camiseta elocuente del que se sienta a su lado y le pregunta si está seguro de que ése sea su sitio (y la pregunta flota en el vagón y admite sentidos: ¿está seguro de que ese asiento de TGV francés sea su sitio?). Observo: a la mujer desenvuelta y a su niña, cada una con su libro y su liberté, fraternité, egalité. Ella usa el dedo índice para extender una porción de quesito en el pan, y luego se lo lleva a la boca. Miro por la ventana a los que pisan el andén en las estaciones, fornidos o achacosos, coquetos o circunspectos, con el vientre hinchado, el pelo revuelto, yendo o viniendo.
Llega la hora de apearme. Le digo au revoir al corazón africano, cargando las palabras de intención, y descubro un brillo de sorpresa en esos ojos que ha tenido tan cerrados y que ahora me siguen un poco mientras me alejo por el pasillo.
Al llegar a casa, encuentro mi sombra.
¿Cúal es tu casa ahora?
Difícil de precisar.
Fácil de sentir.
Sí, qué raro, ¿verdad? pero me salió así. Estamos de acuerdo, una casa es un lugar al que le dices: voy a hacer de ti mi hogar.
A dónde nos llevan los vientos de nuestras almas?
Cada una creando corrientes proprios y soplando sobre las otras.