Llegan las palabras, y hacía mucho que no venían. Siempre hay migas que recoger, cumpleaños que felicitar, pelo que desenredar. Y luego está el gran silencio, la boca negra que se me abre en el estómago y que casi nadie ve (Álex es casi).
Hoy el aire está cargado de memoria: el suavizante de la ropa tendida se entrega al viento como lo hizo tantos años bajo el sol, en sábanas como laberintos, en las que esconderse y no ver. También huele a azahar y otras flores y verdes. Llegan igual de invisibles los graznidos de las tórtolas; y ahí está mi hermano y nuestro penúltimo paseo, en el hospital; ahí está, para siempre, esa franja en la nuca de las tórtolas que ambos admiramos aquella tarde de otoño en que una posó para nosotros. Se insinúa también la humedad del patio de abajo, el moho de los años sin luz ni aire, todos los sótanos del mundo. Y me siento a leer a armenios y me acuerdo de la que fui, en ese tercero con balcón donde viví, volcada a la luz, extraña en siete años, a veces muy bien con la ventana abierta, conmigo misma, en ese barrio en el que cocinaban como mi abuela.