Breve lapso en Fuerteventura, dos días para verle la piel, áspera, hecha de piedra y de una arena escapada del Sahara. Dos días compartiendo su fatiga de vientos, la constancia inflexible de esos alisios que han estado bebiendo en el Atlántico. Avanzamos por su solitud, lejos de los compradores de sol, adentrados en la tierra yerma de lo que llaman malpaís.
Vamos hacia el sur, pasada la cintura delgada del istmo que ata la península de Jandía a la isla. Ahí el viento sopla la arena en ráfagas doradas por encima del negro rectilíneo de la carretera, hacia el otro mar, de costa a costa, y la lleva así al desierto de la larga y ancha playa de Sotavento, tan bella y ese día tan inhóspita, con la arena furiosa estrellándose en dardos contra las pantorrillas.
Seguimos aún más al sur, hasta el final, donde se juntan las costas y los mares. Hay un puertito hecho de casas cerradas en forma de cubo, presididas por un aerogenerador que se les clava como una banderilla. Un pueblo fantasma, en un desierto de acuarela, nada. Pero el mar, eléctrico de azules, avanzando en bocas de espuma, contradiciendo el desmayo de colores.
Wow…
Un paisaje desorbitante.