Tomasa

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La veo a lo lejos, arrastrando un carrito de la compra y una bolsa por la calle desierta. Con el pelo blanco. Es viernes e intuyo que puede ser ella. Me han hablado en el pueblo de esos viajes que hace al mercado una vez por semana, bajando y subiendo la cuesta a sus casi 98 años. Se detiene para tomar fuerzas y aprovecho para abordarla. Efectivamente es ella, volviendo a casa con la compra semanal. Se le ha perlado el cutis de un fino sudor pero su gesto es firme, severo: piensa usar sus piernas hasta que le fallen, piensa limpiar su casa mientras el cuerpo le aguante (esa casa que es suya, recalca, pues tiene una casa propia en la que nadie le dice a qué hora levantarse ni acostarse). Hará todos esos esfuerzos mientras pueda, «¡sin lamentarse!», porque el día en que ese cuerpo ya no pueda llevarla tendrá que dejar su casa y nada le apetece menos que plegarse al ritmo de otros. Así que no aceptará que la acerque hasta el portal en coche, seguirá pidiéndole a sus piernas que no le flaqueen, que sigan batallando. Porque el día en el que ella ceda –insiste–, el día en el que la pereza le pueda, ese día será el fin.

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