Cien años

Si el sol calienta, se le ve sentado por las mañanas en la entrada del taller de coches en el que, a veces, aún arregla reventones a los niños que se acercan con su bici. Va en zapatillas, está ya muy sordo. Allá al fondo, entrando por una cocina vieja, está la habitación antigua en la que duerme, bajo un crucifijo y en compañía de un gato fiel. “No me falta de nada”, asegura. De vez en cuando todavía se anima a alguna lectura ocasional (Pla, Calders, Rodoreda…), libros que toma prestados de la biblioteca y que puede devolver manchados con la huella grasienta de sus dedos de mecánico.

“Me he hecho viejo y no me he casado”, dice. Le quema aún, maligno, un primer gran desengaño de juventud, pero también vivió más tarde el estallido de una noche de amor en un hotel de provincias: “Oh, qué feliz, qué feliz, qué feliz”.

Fue un niño triste, marcado por la muerte temprana de sus padres durante de la gripe de 1918, cuando el pueblo no tenía entonces ni farmacia ni médico, estaba hecho de apenas 450 habitantes. La epidemia llegó a enmudecer las campanas con más de veinte defunciones aquel otoño funesto. Él siempre más anheló a esos padres que la vida le negó tan pronto.

En verano esperaba la caravana de los franceses, que tirada de un carro aparcaba en la plaza mayor y hacía que, llegada la noche, se pasearan por el muro de la barbería aquellos Charlot y Harold Lloyd. Por debajo de la pianola se oía en aquellas noches el rumor de la oscuridad, el aire salido del río y del bosque que venía a llevarse el calor. Eran tiempos de prodigios en los que, los domingos, la llegada del tren de Barcelona, a las cuatro, apiñaba en la estación a un revoltijo de niños ansiosos por verlo emerger del desfiladero elevando una humareda victoriosa de vapor.

De las horas pasadas junto al depósito de agua de la estación, en compañía del maquinista, le vino en parte su oficio de mecánico, un oído afinado para el lenguaje sonoro de las piezas del que en el pueblo se sigue hablando como un talento legendario: podía adivinar las razones de un coche tan sólo oyéndolo entrar en el garaje. Los automóviles, que había visto prácticamente nacer, le fueron siempre amigos. Del primero que tuvo, un Essex, aún dice que lo quiso “como a un gato”.

Pero hoy los coches ya van con tarjeta, explica resignado, y los mecánicos no tienen nada que hacer: el mundo abandona poco a poco la idea de la reparación. El oficio se muere, como él. Así que, algo tambaleante, se dirige a su silla para sentarse a mirar la antigua carretera y desea un mundo, al fin, “en calma”.

 

Escribí en catalán un artículo más largo sobre «en Roses» que me hace especial ilusión que ahora publique, en su número 8, la excelente revista semestral Vallesos (Premi a la millor revista catalana de l’any 2014). 

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