Se suceden los entusiasmos y, casi enseguida, los imprevistos, el torrente de vida que se opone a la voluntad, que la vence con debidas razones: una jaqueca lenta, todo lo ajeno que llama a la puerta, el mando aburrido de la intendencia… y, a menudo, mi propio impulso vital agotándome en simples bocanadas.
De pronto, si retiro la palabra “tiempo” y me dejo llevar, me palpita otra vida, se me abre una gran disponibilidad, como una alfombra que se desenrollara con nuevas horas y días. Es la anchura que da el abandono de las pretensiones, esa solicitación constante.
Me lo enseña desde hace tiempo Ariadna, a la que visité en su piso prestado de la playa, con el aguacate del patio tendiéndole frutos al suelo.