La noche llega a Córdoba

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Fue en junio. El trigo estaba ya para recoger. Quedaba, vigoroso, el girasol, que era esa franja verdiamarilla en la que terminaba la ciudad. Por la noche subimos a la azotea del hotel. Córdoba se disponía a dormir, vimos apagarse las luces del Patio de los Naranjos. Algunos clientes habían estado cenando en una mesa y las faldas del mantel volaban al primer aire fresco del día. Seguían las copas manchadas y las servilletas arrugadas. Nos pareció haber llegado a una escena ya representada, cuando la acción ha terminado y todos se han marchado, y, al mismo tiempo, estar todavía en ella, haber accedido al contínuum en el que se sucede la vida, a un sustrato anterior, superior a cualquier episodio humano. El rumor de las calles anchas y las carreteras en la linde con el campo pacificaba la noche y hacía que, a pesar de nuestro cansancio, ese fuera un momento privilegiado en el que sintiéramos que se nos quería comunicar algo, el rastro de la vida tal vez, el mundo después del hombre, cuando ya se ha ido y permanecen vagamente sus señales.

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