Una taza en un platito

Una ciudad de provincias, altanera con los pueblos circundantes pero todavía pausada, de abrazo amable. La peluquera me ha masajeado largamente la cabeza a la hora del champú, informada de mi cansancio. Le gusta mucho hacerlo, me dice, se pasaría la vida en el lavacabezas, sintiendo el agua y el jabón como un destino de sus manos, un reposo. Salgo a la calle y he perdido el tren, así que tengo una hora para meterme en uno de esos cafés secundarios de calles adyacentes en los que cuando voy sin tiempo sueño entrar a simplemente estar: cafés y pastelerías solitarios a esa hora de la tarde de las primeras bombillas y neones, sitios acogedores, sin apreturas. Son lugares que yo siento de paso, colgados en el tiempo, casi extranjeros. Entro en uno limpio, fragrante de bollería de mantequilla. Lo atiende una rumana políglota y serena, y sólo veo a un cliente, que está de espaldas. Más tarde entra una mujer africana con un bonete de lana blanca, del todo neoyorquina en esta ciudad de llanura. Un televisor parlante a un volumen casi inaudible, como un rumor tranquilizante, transmite las constantes vitales del mundo. Nada más. Oigo a algún cliente de buen humor en el mostrador, llevándose pan. Me siento a estar y, al rato, me pongo a leer, las deliciosas Cartas de una pionera que me regaló Deborahlibros. De vez en cuando levanto la mirada del libro y observo la taza blanca en su platito blanco, manchada de crema de café, perfecta sobre la mesa de madera, real. Me invade entonces una gran paz.