Nocturno

Último tren, al que hemos llegado corriendo bajo la lluvia. Es sábado, va lleno y la humedad de la ropa mojada y nuestro propio aliento y sudor empañan los cristales. Por detrás del vaho desfilan las luces como destellos en la oscuridad.

Poco a poco, a medida que dejamos la ciudad, se hace estruendosa la música a la que nos obligan unos adolescentes. Yo escucho esas letras que se han aprendido de memoria. Son chicos de extrarradio. Hay también inmigrantes de vuelta a casa o quizá camino de sus novias. Y, entre medio, una anciana algo asustada, de pie junto a la puerta mientras avanzamos en la noche.

¿Por qué lado bajaremos en la siguiente estación?, me pregunta. No se puede saber aún, le digo, pero no se preocupe, tendrá tiempo, yo le avisaré. El tren sigue y el trayecto se nos hace ahora más lento a las dos. Permanece absorta, atenta a cualquier indicio que le permita saber por dónde tendrá que salir. Finalmente el tren aminora la marcha y una de las chicas adolescentes se adelanta: «Por ese lado». La anciana se acerca a la puerta, aún cerrada, y se queda por un instante quieta, con aire perdido. Un joven alto y fuerte, tal vez paquistaní, le acciona el botón de apertura.

Ella baja el primer escalón con paso inestable. Aún le queda otro, el más difícil. Da la impresión de que se la va a tragar la negrura del andén. Entonces ocurre la belleza. Ese hombre exótico que le ha abierto la puerta y que la dobla en tamaño, casi amenazador con sus cejas pobladas y su chándal y su vida secreta para todos, la toma de la mano, tiende su torso firme hacia ella acompañándola con el gesto hasta que queda delicadamente posada en tierra firme como un copo en la nieve. Todo sucede muy rápido, sin que hayan intercambiado ni una palabra ni se hayan podido mirar a los ojos. Las puertas se cierran, él regresa con naturalidad al ensimismamiento de sus auriculares y los adolescentes prosiguen el alboroto. Nada parece haberse alterado en el vagón.

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