Mi sobrino de dos años, al que le bastaría una casaca azul para encarnar al Principito, tiene una frase magnífica que enarbola cada vez que lo implican en un torbellino lúdico: “Vull anar a casa” (quiero irme a casa). Este verano, en furgoneta por media Europa, fue lo que dijo cuando le pasaron a su abuela al teléfono: “Vull anar a casa”. No exige, no está enfadado, sólo expresa un deseo que es para él una necesidad. La otra noche, tras una hora de circo en la que lo observó todo sin pestañear, volvió a hacer valer su lema. Me hace sonreír, pienso que es de esa mitad del mundo a la que pertenezco, la que muchas veces también diría: “Gracias, todo esto está muy bien, es muy estimulante, pero yo… vull anar a casa”.
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