En las obras de Albéniz más luminosas hay muchas veces escondida una exigencia técnica feroz. Hacen falta más de diez dedos, aseguran los pianistas, para la exuberancia de notas y acordes que pide la partitura. Sin embargo, en los pasajes más peliagudos, los músicos se encuentran divertidos con que Albéniz anotaba en francés «toucher nonchalant», es decir, tocar con indolencia, sin afectación, como si tal cosa. Este modo fácil y airoso es el secreto de que la música brille. Es el que se encuentra también en los grandes bailarines y los escritores maestros, y el que, supongo, nos hace a todos elegantes -verdaderamente elegantes– en medio de las dificultades.
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