No pasa nada

En ese momento me parece que quiere dinero. Intento deshacerme de él, que retire sus postales de Barcelona de encima del diario que estoy leyendo. Le digo -sospecho que amablemente- que soy de Barcelona. «No pasa nada», repite en un castellano aprendido. Me divierte el juego de palabras: es verdad, pienso, quizá no sea tan grave ser de esta ciudad. Empieza a darse la vuelta cuando oigo a las dependientas filipinas chillar mientras se acercan enérgicas desde el mostrador. El tipo lleva mi móvil en la mano.

Pienso en todo lo que sucede ante mis ojos sin que yo lo vea, cuando «no pasa nada». Y también en esas mujeres que no me conocen y acuden en mi auxilio. Y en los operarios de Fukushima.

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