Hay una hora del ángelus sólo mía, siempre cambiante, agazapada en el día, cuando las montañas se ponen azules y las sombras se van comiendo el cielo, o si subo a casa y el segundo piso es demasiado alto para un corazón cansado. Entonces enciendo una vela, me fijo en la llama, me acuerdo de una noche en que tuve miedo y me enseñaron amor.