Salgo de yoga elongada (he de utilizar este término, los músculos que me recorren por detrás son ahora más largos, me llevan sin esfuerzo por la cuesta hacia casa).
No tengo prisa.
Ignoro el fútbol.
En uno de los tramos más oscuros de la calle hay congregado un pequeño grupo de tres. Pronto se me hace evidente que revisan los libros que alguien ha dejado bien dispuestos en una caja. Un chico se está llevando bastantes, los coloca en montones sobre su monopatín. Tiene el cuidado de dejar los que no quiere en su sitio, y no revueltos o tirados como he visto hacer siempre. Dos amigas con sendas selecciones en los brazos, sopesan sus últimas adquisiciones mientras yo me agacho a curiosear, por si hay algún libro que me quiera decir algo ahora mismo. Pienso en una mudanza o en toda una vida: títulos queridos, algunos en francés, poesía catalana, filosofía, varios de Salvador Pániker (¡Ensayos retroprogresivos!). El chico del patín devuelve la Eneida de Virgilio.
-No lo ibas a leer, le digo cómplice.
-Ya lo he leído, responde muy tranquilo.
Resuelvo la inspección sin llevarme nada (me he vuelto muy estricta con el tiempo y el espacio).
-Son buenos libros, me despido.
-Sí, el señor sabía.
-El señor… o la señora, digo esbozando una última sonrisa.
Pero sé que es a mí a quien hablo.
Reemprendo lentamente el camino hacia casa preguntándome por qué creerá que ha muerto.