Airam Vadillo, psicólogo de Anidan-Kenya, y Marta, médico pediatra que colabora periódicamente con la ong.
María Parga, coordinadora de Anidan-Kenya.
Ali.
Pienso en un niño al que no vi la cara, ovillado sobre la camilla de un hospital pediátrico en una isla remota de Kenya, un lugar al que los kenianos se refieren despectivamente como «Somalia», por lo pobre, lo atrasado, lo desmoralizador, pero al que una ong española se ha propuesto ayudar.
Ese niño ahuyentaba la muerte desde hacía años, de un modo que los médicos sólo podían calificar de milagroso, animado por la pura voluntad de vivir. Su cuerpo desnutrido, encogido de cara a la pared, en aquella mañana de nuestra visita en que se negó a tomar la medicación para el VIH y la tuberculosis, me hizo llorar en los días siguientes. No entonces, al verlo, sino cada vez que he pensado en él después. Algo en la manera en que Ali lucha contra golpes demasiado crueles me desborda las lágrimas.
Ali había llegado hacía pocos años al hospital infantil que la ong Anidan construyó en la isla de Lamu junto con la Fundación Pablo Horstmann.
Si no fuera por este hospital, que ofrece asistencia gratuita a todo el distrito de Lamu, no habría ni un solo pediatra al que acudir de allí a Mombasa, 350 km al sur, ya en el continente. Sólo hay 80 pediatras kenianos que trabajen en el país y ninguno quiere hacerlo en este lugar olvidado puesto que existe Nairobi, la posibilidad de una carrera forjada en clínicas privadas.
Sin padres, Ali vino con un abuelo que, más tarde, le abandonó: se bajó de la ambulancia que llevaba a su nieto a Mombasa –su nieto en coma– y, sencillamente, se fue. Ahora, con Ali ya recuperado de aquella meningitis que le dejó paralizado medio cuerpo, vuelve a venir de vez en cuando a verle al hospital de Lamu. Mientras tanto, sin embargo, ocurrió algo hermoso: el padre de otro niño con el que Ali compartió habitación se empezó a ocupar de él y ahora sigue haciéndolo, lo veo discretamente apostado en el marco de la puerta que da al patio. Cuando este hombre se ausenta unos días, por ejemplo cuando tuvo que acudir al funeral de su madre, Ali empeora.
Todo esto sucede en un lugar que podría ser un paraíso y que, de hecho, lo es para personas como Ernesto de Hannover, al que vemos supervisar la descarga de cuatro cajas de alcohol en el embarcadero de su casa (pero quien también, nos matiza el personal de Anidan, ayuda a la ong, a veces con sumas de dinero considerables). Lamu es un buen lugar para él, para los Grimaldi, para los turistas y las turistas del sexo, y para nosotros, a quienes nos fumigan un tramo de playa para evitarnos las pulgas y nos organizan cenas bajo la luna, servidas por personal solícito, camareros que se mueven inseguros bajo el peso de un nuevo y sutil colonialismo. Son gentes de otras tribus –nos dicen los europeos–, más fiables, menos mentirosas, menos propensas a tomar lo que no es suyo que las de aquí.
Al fin y al cabo esto es la costa swahili. Aquí se encuentra la ciudad vieja de Lamu, reconocida por la Unesco como el asentamiento más antiguo y mejor preservado de la cultura swahili, en la que con los siglos y los tratos mercantiles se han ido imbricando África, India, Arabia y Persia. Aquí se habla una lengua nacida para el entendimiento fácil entre el vendedor y el comprador, pero con la que es difícil expresar sensibilidades y emociones.
En esta pequeña ciudad se vive casi igual que hace doscientos años: sin cañerías, con el agua sucia corriendo a los pies por canales abiertos en las calles estrechas; sin coches ni asfalto; con unos siete mil burros a los que hay que dar prioridad de paso y que corren en populares carreras de playa una vez al año.
Por este paisaje de casas de piedra de coral y puertas labradas de madera, salpicado de mezquitas y distinguido como Patrimonio de la Humanidad, caminan mujeres envueltas en buibui negros que les vuelan como una nube oscura de miedo. Caminan también, o se sientan, hombres de ocupación y destino inciertos, y niños a los que es costumbre pegar. La ciudad está cada vez más sucia, cuentan. La corrupción galopa. Los pobres se ven expulsados de sus casas, de sus poblados, de las afueras. La generación de quienes ahora se convierten en padres fueron los niños a los que el sida dejó huérfanos, los que no han ido a escuela, aquellos en los que se ha roto una cadena de transmisión de antiguos saberes y valores familiares.
María Parga, coordinadora de Anidan en Kenya, se ha de contener a veces. Va a protestar a las escuelas cada vez que sabe de un niño al que un profesor ha pegado pero no sabe qué decir cuando un día ve a una abuela sosteniendo una pancarta en la manifestación de un partido y al poco la encuentra haciendo lo mismo para la oposición: aquí el voto se compra, aquí la pobreza allana el camino para toda clase de atropellos. Pero aquí también la esperanza se encarna en una de las niñas que se ha educado en Anidan y que será la primera mujer ingeniera electrónica que se gradúe en Mombasa.
La labor será ingente. No hay garantías de éxito. Todo pende del hilo de dinero que va llegando de las familias españolas que sostienen los programas de ayuda. Y, aun así, a pesar de lo precario y de lo difícil, tiene sentido para el puñado de personas que constituyen el motor de la ong.
María dejó la producción de cine, televisión y publicidad en España para meterse a fondo en el proyecto en el que poco a poco se había ido implicando, primero organizando en su tiempo libre y de forma altruista pequeños eventos para recaudar fondos en Madrid y luego visitando in situ la ong que había montado Rafael Selas en el patio de una casa de Lamu en el 2002. Es, desde hace cinco años, la coordinadora de Anidan-Kenya.
Marta, en cambio, está de paso. Es su cuarta visita como médico pediatra voluntaria. Ha dejado un trabajo eventual en Madrid para pasar cuatro meses aquí y otros dos en un hospital etíope. “Me levanto y me acuesto sintiéndome bien”, dice a sus 36 años. Su vocación encuentra en Lamu pleno sentido: “literalmente, salvo vidas, cada gesto cuenta.”
Es viernes, día de rezo en las mezquitas, y hay poco movimiento en el hospital, aunque la actividad no cesa. Una madre y sus tres hijos esperan a la entrada con gesto abatido. Todavía encuentran ánimo para una sonrisa simpática a mi extranjeridad. Dos de las niñas, que padecen desnutrición, se quedarán ingresadas en el hospital hasta que alcancen un peso mínimo, quizá en un par de semanas. Después se les hará un seguimiento semanal y, más tarde, bisemanal.
La desnutrición es el paraguas bajo el que se desarrollan muchas enfermedades asociadas y el primer flanco que cubrir. Luego está el azote del sida, tan extendido en una sociedad poligámica y dada a la promiscuidad.
Cada mujer suele tener entre 6 y 8 hijos, normalmente con hombres distintos. Lo habitual es que los niños tengan muchos hermanos pero que raramente compartan los dos progenitores. Puesto que la mujer se ve obligada muchas veces a repudiar a los hijos que ha tenido con anteriores parejas, abundan los niños abandonados en las calles. Y los violados y los huérfanos. La casa de acogida de Anidan se ocupa de esos niños, unos 250 actualmente. Los cura, los alimenta, los viste, les da cobijo, los educa, los estimula a través del deporte, la música y los juegos, apoya a sus familias.
Del resto, de lo más importante, dice María con modestia, se encargan los niños que ya están en la casa, que enseguida arropan al recién llegado y lo toman bajo su custodia. “Son ellos los verdaderos cooperantes. Nosotros nos ocupamos de lo básico pero les dejamos a ellos que lleven a cabo esa integración natural tan curativa.”
De los dolores anudados en el interior de cada niño y que el tosco swahili no ayuda a expresar, se sabe en las noches, en los cuentos que los niños inventan antes de irse a dormir, o en el teatro que interpretan a veces espontáneamente. En todas estas historias entra en escena casi sin excepción un niño al que abandonan, un adulto borracho o drogado, todas esas figuras familiares que presiden su universo interior.
Airam Vadillo, un joven psicólogo canario, se ocupa de las labores de psicología educativa: trata de motivarles, de hacerles ver que “los estudios son una de las vías para el desarrollo tanto personal, familiar, como de la comunidad”. Recoge informes para enviárselos a los padrinos y trata de detectar aquellos casos en los que podría actuar la ong, por desnutrición, riesgo de prostitución o abuso sexual de menores.
Poco a poco, cubriendo sus necesidades básicas y ofreciéndoles un marco seguro para su desarrollo, estos niños y niñas empiezan a ampliar su futuro, y el de la isla y su país. Las dificultades, reservas y prejuicios que todavía hay que vencer para un cambio palpable parecen aún gigantescas pero las primeras mujeres a las que se concedió microcréditos ya han devuelto el dinero y Ali, nos cuentan, sigue queriendo vivir.
Puedes ver aquí un vídeo breve grabado en las calles de Lamu Town y las instalaciones de Anidan.
Y puedes escuchar aquí cómo sonaba la música en directo de una lucha de bastones típica de las celebraciones de boda de Lamu.
Gracias Yvette por tu relato. Te recomiendo que veas el documental The Wild Years de Ventura Durall. Un beso.
Gracias a ti, nOelia, por comentar y por la recomendación. Ahora mismo lo busco. ¡Un abrazo!
Precioso relato., Reconozco este sentimiento que puede quedar dentro de uno mismo después de ver un niño que sufre. Lo he vivido en alguno de los viajes y me ha acompañado durante mucho tiempo. En realidad, quiero que siga dentro de mi. No hay que olvidarlo.
Precioso comentario. Gracias.
Muy bien retratado. Gracias, un abrazo lamunio!
Airam
Gracias a ti, Airam, por el trabajo que hacéis en Lamu y por recibirnos tan bien. ¡Un abrazo!
os esperamos siempre que tengáis un hueco en la agenda. Un besazo keniano para ti y los tuyos!