«¡Qué pronto en el año empieza a ser tarde!», escribió Henry David Thoreau. El aliento del otoño va extendiendo su manto de tinieblas a ritmo de Shostakovich y yo soy una de tantas mujeres que entra sola en la noche y deja para lo último escribirse, a pesar de que quiere decir, o quizá sólo escucharse, sin platea, olvidada de otra cosa que no sea su propio misterio. Cojo el boli aun sin voz, la convoco con el gesto para que venga en torrente y se desparrame. Quiero escribir muy rápido, correr por la página sin interponerme. Quiero volverme –no importa– tan adolescente como en los diarios de antaño, ridícula, presumible, minuciosa, empeñada en apresar la vida para que no se esfume. Quiero evidenciarme: una aprendiz lenta –por partidaria del menos–, miedosa si un harapiento se acerca a preguntar (es un «no» al mundo), brusca si alguien-dice-que-otro, contradictoria entre mis nubes y la energía puesta en mantenerme sentada. El silencio no acaba de cuajar en preguntas pero cada frase responde.