Cercos

Miércoles. Desde el sofá me doy cuenta con media sonrisa: los libros se han ido a sentar muy bien, o quizá sea yo la que mueva siempre el mundo en líneas. Ahí están, en paralelo, perpendiculares. La mesa que vino conmigo -que sostuvo vasos, que subió y bajó las escaleras de mis casas con todos esos círculos como arrugas- se amiga ahora con las sillas que trajo él. Miro bajo el mantel, el modo en que respetan sus distancias y se coreografían hasta en el gesto retenido. Miro su mismo color casi distinto. En estas cosas pienso en esta casa en la que no he vivido otro noviembre.

Lunes. Los poros se me habían ido abriendo para el dolor, a través de los pasillos del metro, de mi amiga que se despierta por las mañanas y coge fuerzas para vivir, de lo que cuentan que fue y que aún es en otras partes del mundo y también en ésta. Pero fue después. Me brotó un llanto repentino, fuerte, sin remitirme a nada, sin provocarlo nada. Esto me ocurre. Por entre selvas de palabras, sin dirección, llevada.

Viernes. Me agito. Me altero con un pulso desigual: no ando, no me siento, me electrocuto desde dentro. Y luego me calmo. Leo, para respirarme, para volver al lugar que un libro me ha inventado. Y después pongo un pie detrás de otro, un pensamiento detrás de otro. Es sólo que he querido acabar algo muy interrumpido. O que un joven con traje negro nos ha dicho «¡Bienvenidos al futuro!» y casi todos en el trabajo han sonreído.

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