I.Medianoche en Madeira. Maleza. Funchal como un zumbido, en sartas de luces, precipitada por la ladera hasta el beso del mar. Música lejana de una fiesta, de otros veranos. Me acodo en el balcón y mientras me voy trayendo dulcemente a los idos una estrella se fuga para mí sobre el Atlántico.
II. Calles de basalto en la capital. Un aire de nada, ligero, libre, adolescente.
III. Todo cierra y vamos tarde, lentos, a contrapié del mundo. Se nos abre entonces la plaza de la fuente en Monte. Luz mediana en el cielo, que brilla en el rojo de un coche. Tiago –enjuto y cano– recoge la terraza del Café do Parque, friega la fuente de Nossa Senhora do Monte, enciende una a una las velas apagadas. «Me da fuerzas», dice calmo y devoto, y en sus ojos azules se cuela el alma de algún antiguo navegante de Flandes. Se han ido los turistas. Quedan los perros sueltos, el chico de la moto que frena ante la virgen, se persigna y sigue, una señora que prende un cirio y se atrasa un paso para rezar. «Muito bonito», intento. «Muito bonito», musita mucho después con sorna resignada. Me refería al tiempo y su calidad, al teatro de velas al sol y cómo se deshacen mecidas por la radio de un viejo transistor. Hay piedad, se habla a los ociosos y a los que caminan zambos, y hasta los plátanos en círculo bailan sardanas estirando las ramas.
IV. Hotel. Notas de piano que son el otoño pasado, una casa anterior, el mayor golpe. Funchal difusa, un poco más blanca. Y frente al balcón, nuestro eucalipto amigo, con su copa cimbreante, sus mil hojas sensibles, como un estremecimiento.
V. La isla respira con gesto alicaído, tiene el aire de un aristócrata enfermo: aquí llegaron tantos. Hay té a las cinco en el Reid’s, jardines de hortensias y camelias, y los Blandy’s con sus mariposas monarcas revoloteando en las flores de Mildred. Hay todo eso y también el casi trópico, el camino hacia las colonias, la exuberancia de lo que crece sin esfuerzo, desproporcionado, con una inusitada propensión a la vida.
VI. Parque das Queimadas. Árboles abiertos al cielo como candelabros, trepando el aire con cortezas laminadas, capa a capa.
VII. Madeira descorazonadora. Los barrancos conservan la violencia con la que fueron creados. Todo es aún furia y vértigo. Faltan sonrisas, alegría en las calles, un bar que llame con algún visillo, un pastelillo bien expuesto, todo eso que rezuman las guías: una invitación. A veces la isla parece un paquebote a la deriva. Pero bien dispuesto a la supervivencia, como un Arca de Noé que flota con los últimos ejemplares de una naturaleza extinta.
VIII. Persiste este aire convaleciente, callado, anciano. En el Cliff’s Bar de Funchal huele a jabón inglés, el violinista suspira entre canciones y el silencio se hincha de muchos años de decoro y matrimonio. Si fuera una estampa antigua faltarían cocktails en la mano, bailes a los que asistir, confidencias en sillones de mimbre a la hora del bordado. La mujer de la mesa de al lado encuentra mi mirada y se acerca el bolso antes de proseguir con la partida de cartas. Me divierte ser, ciertamente, una ladrona.
IX. «Bolo de caco» en la plaza de la glorieta de Cámara de Lobos. El sol se pone antes de tocar el mar, retenido por la calima, mientras la orquesta de mandolinas se disuelve con el eco de un fado. Embrujo. Un farallón inmenso se abate, negro, sobre la lisura del agua. Y vuelven las sombras: hombres solos desocupados, carteles de «vende-se», tiendas decrépitas con señoras amigas de los cachivaches. Todo por este océano que se llevaba a los padres –tratamos de pensar–, por los pañuelos blancos agitados en balcones, por este mundo de ausencias en el que no cabía sino esperar.
X. Mesa puesta junto a la fortaleza de Sâo Tiago, en Funchal. Podría ser Cuba o Cádiz, y en todos los casos habría Atlántico. Los manteles son rosas, como las camisas de los camareros, solícitos, de una discreción apagada, como es norma aquí. Las lagartijas, casi anguilas, se disputan unas migas de pan, más por territorio que por hambre. Venimos del Mercado de Lavradores, de dejar a los campesinos más pobres, con gorro de lana –da fe de su extranjería en este dédalo del comercio–, arrugados, humildes, dignos. Venimos de dejar atrás a los audaces, a los herederos de los piratas, a las dependientas hastiadas de curiosos, a los pescaderos que toman su cuchillo y acarician el atún, bailan con él una última historia de amor, para depositarlo en filetes sobre el mostrador, conscientes del vínculo sagrado entre el pez y el hombre: nuestra vida se sustenta sobre la muerte, diría el Dr. Luqui.
XI. En la acequia (la levada) que atraviesa el hotel y que tomamos para alejarnos, un hombre ha cortado el extremo de un cedro derribado en el último incendio. Le servirá de mesa de jardín. En un recodo del camino, se para a esperarnos e insiste en que subamos a tomar un trago a su casa, no hay que apenas desviarse. Una hija adolescente, igual de rubia que su madre, aparece extrañada en el marco de la puerta y luego regresa a su cama a liar cigarrillos frente a un televisor. Están orgullosos del cobertizo que han acondicionado con sus propias manos, para los fines de semana: literas de madera, calefacción, agua caliente (nos hacen tocarla, en la cocina y en el lavabo). Al pie de la nevera un plato con macarrones y restos de fiambre espera a tres perros flacos. La mujer saca una tarta de chocolate que ha preparado ese mismo día. Si no la vamos a comer ahora, al menos nos podemos llevar un par de trozos. Nos extiende papel de cocina. Va a llegar la hora de beber, vino que él mismo dice elaborar. Nos muestra un brebaje en el culo de una botella de plástico. A él le llaman «Bin Laden», bromea algo serio.
XII. 9 de septiembre, santo de Alain en la levada de Ribeira da Janela. Hoy no enciendo ninguna vela en ninguna iglesia ni en el aire, hoy me siento a escuchar el agua al fondo del valle, a sentir por qué amaba el habla de los árboles, por qué su mente incandescente se detenía conversando con las plantas. La acequia no deja de correr en silencio, llevando hojas como náufragos. Me dejo impresionar por esta naturaleza en la que sigo encontrándole. Apenas algún ave, un aplaudir de hojas, las nubes que dejan su sombra. Y al cerrar el cuaderno, se acerca un pájaro sin miedo. Nos mira de frente, engorda su cuerpo y nos concede su amistad. Una de sus patas tiene alguna enfermedad, quizá congénita. Se acerca más. Y todavía más. Pienso en todo lo que convocamos a fuerza de amar.
XIII. Me detengo a observar el corazón de la canela, la forma en que se pliega sobre sí misma y se cierra en una hendidura. Es una cortesía de Marcela, para «probar», «si quiero», lo que le ocurre al café.
XIV. Me he despertado soñando. Se me permitía regresar a ese momento que nadie más que él vivió. Se encogía en la rama de un árbol y decía: «Estos últimos años los ríos han pasado difícil». Decía exactamente eso, que debe de ser cosa mía. Otros acosos, tontos, estúpidos, a lo largo de este día. Por la noche, una gran nube sobre Cámara de Lobos se enciende con relámpagos. Vuelven las primeras estrellas. Madeira empieza ya a quedar atrás, extraña y privilegiada en nuestra historia.